Personas adictas a las drogas. Padres de familia profesionales del delito. Aficionados reincidentes. Veteranos. Atracadores de bancos. Gitanos. Mercheros. Payos. Extranjeros. Personajes que visten de traje y chaqueta. Jueces. Policías. Fiscales y, en la mayoría de los casos, adolescentes desorientados.
Todos entran en el saco de la mala vida cuando se habla de cometer un delito, ya sea por una minucia o por algo mucho más grave. Hay de todos los gustos y para todos los colores, como un amplio abanico de fechorías donde el ciudadano puede escoger que es lo más feo de la sociedad o lo que más representa a su barrio. Yo, desde luego, ya he elegido y, aunque parezca que la diversidad de personas que pasean por estas páginas pertenecen a distintas clases sociales, hay una palabra que los une en este libro: todos son delincuentes.
"Pasaron los años, y la droga, el desarraigo, la desgracia humana y la soledad socavaron el alma y la mente de ese hombre bueno, cuyo corazón y cerebro resistían a las tormentas zambullidos en una palangana de coñac barato"
Página 48
Once historias reales, y dos cuentos. Carlos Quílez emerge de las cloacas para contarle al lector las historias de la mala vida, esas que salpican las periferias de las grandes ciudades con personas atrapadas en un mundo carente de color y que llenan los banquillos de los tribunales con sus derrotas. Nada ni nadie justifica sus delitos, pero no debemos olvidar que a muchos de ellos los lanzaron al vagón de cola sin preguntar que tipo de vida querían llevar, como los ejemplos de José Palomino o Jesús Contreras, personas con nombres y apellidos que fueron víctimas del poder que ejercían dentro de la cárcel y acabaron siendo adictos a sus estancias. Vidas maltrechas que, en un momento determinado, el escritor comparte con su hijo y su sobrino adolescentes, acercándolos a esa parte de la sociedad que muy difícilmente conocen y enseñándoles la vida perra, como la llama él. Una lección de gratitud por lo que somos y tenemos es leer historias de este tipo de personas y, aunque yo os podría ofrecer un tour rápido por mi barrio (insisto: rápido), donde hubo una época en que los traficantes crecían como las flores, es mucho más aconsejable (y seguro) leer el libro de Carlos Quílez.
Pero el escritor no solo conoce a pequeños maleantes, que, a mi entender, son los menos peligrosos. En el capitulo cuatro, y en tan solo dos páginas de narración, se empeña en describir algo que más difícil de asimilar, es decir: los desequilibrios que padece una minoría de funcionarios de nuestro país que condenan a estos delincuentes de pacotilla. Carlos sabe bien de lo que habla (o por lo menos, eso parece) cuando los cataloga en varios grupos y subgrupos y los expone a la opinión pública. Delincuentes de postín: jueces y fiscales sucios, corruptos, peseteros, prevaricadores e inmorales. En este grupo de indecentes también habría cabida para personas desequilibradas, acomplejadas, imprevisibles y atormentadas. Obsesionadas, vanidosas e injustas. ¿En serio el abanico de adjetivos es tan amplio para describir a las personas que imparten justicia en nuestro país? Pero tranquilos, no está todo perdido. El 95% del resto de funcionarios entraría en el grupo de los decentes, aunque también hay alguno que, aunque no sea peligroso, tampoco está comprometido con su función. No se excede, no se posiciona. Son un grupo equidistante, (una palabra que se ha puesto muy de moda), especuladores y oportunistas. ¿Pero este no era el grupo de los buenos? No. El grupo de los buenos es una minoría dentro de la mayoría. Es decir, esas personas que hacen que nuestra sociedad funcione y lo hacen pagando un altísimo precio que arrastran en forma de envidias, críticas, amenazas y problemas personales. Para ellos no hay atajos ni medias verdades. Son personas honorables y "luchan contra la delincuencia, especialmente la de cuello blanco".
Después de leer este capítulo, el lector borra de su mente los pequeños detalles leídos con anterioridad y se olvida de los menudeos que envuelven a los relatos de secuencias vulnerables. No obstante, no podría acabar la reseña de este libro sin analizar concienzudamente el capítulo del policía que "hincha a tortazos" a un detenido, o el del compañero que falsifica unas pruebas incriminatorias para escurrir el bulto. La palma se la lleva el juez que, para no procesar a sus compañeros, les pide que muevan al detenido para no ver los moratones de su cara que le habían propinado horas antes. Esta es nuestra sociedad y la moraleja es bastante básica: ni los buenos son buenos ni los malos tan malos.
Los jueces, los fiscales, los de arriba, los de las altas esferas, son los que más miedo dan. A fin de cuentas, ese temor nace del poder que pueden llegar a ejercer sobre el resto de mortales con total impunidad. Y pobre de nosotros si (diosnoloquiera) un día acabamos en sus manos.
Señor Quílez, ¿para cuando un libro que hable de los violadores en grupo, de las "manadas" que se han puesto moda o de la edad de los delincuentes, cada vez más jóvenes? ¿Para cuando un libro sobre la mafia china que tan presente está y tan poco molesta? ¿O de a corrupción de los empresarios y la banca andorrana? Ánimo, seguro que conoce varias historias que nos pondrían los pelos de punta y nos acercarían a la realidad. Esa, que cada vez más, nos empeñamos en desconocer.
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